Autenticidad o adaptación: dilemas del yo moderno
Recuerdo una charla motivacional que nos ofrecieron en mi antiguo trabajo, una de esas sesiones corporativas organizadas por consultoras externas. La temática de aquella ocasión giraba en torno a la autenticidad. Nos exhortaban con vehemencia a “ser nosotros mismos”, a expresar sin tapujos nuestro “verdadero yo” en el entorno laboral. La sala estaba llena, y mientras algunos asentían con entusiasmo, yo no podía evitar sentir una creciente incomodidad ante ese mensaje. ¿De verdad querían conocer nuestro “yo” más profundo? ¿Realmente se abría espacio para la autenticidad en una estructura organizacional que, por su propia naturaleza, exige adaptación, jerarquía y contención emocional?
Lo que en apariencia era una invitación liberadora, a mis ojos parecía un imperativo ingenuo, si no hipócrita. Porque el yo no es una entidad simple, pura y constante, como si bastara con “sacarlo a relucir”. Somos criaturas sociales, funcionales, adaptativas. Como bien lo plantea el análisis funcional de la conducta, nuestros comportamientos están mediados por estímulos, consecuencias, y reforzadores que no siempre coinciden con nuestros deseos internos. De hecho, muchas veces reprimimos o modulamos lo que sentimos precisamente para conservar relaciones, empleos o cierta estabilidad social.
La autenticidad se ha convertido en uno de los valores más exaltados en la cultura contemporánea. Se nos insta a buscarla en el trabajo, en la pareja, en las redes sociales, en la forma de vestir y hasta en el consumo. “Sé tú mismo”, nos repiten como un mantra, como si la autenticidad fuese una especie de tesoro enterrado que solo necesita ser descubierto. Pero este consejo, aparentemente empoderador, con frecuencia olvida las tensiones inherentes a la vida social: para vivir juntos, necesitamos filtros, límites, máscaras. No como sinónimo de falsedad, sino como estrategias necesarias de convivencia.
La tradición filosófica, desde Kierkegaard hasta Sartre, nos recuerda que la autenticidad es una empresa exigente y paradójica. No basta con expresar lo que uno siente en cada momento; se trata más bien de una fidelidad continua a los propios valores, aunque ello implique navegar en medio de contradicciones. Nietzsche, por su parte, concebía la autenticidad no como descubrimiento, sino como creación: llegar a ser quien uno es implica inventarse a sí mismo una y otra vez, en lucha contra la moral impuesta por la masa. En esa línea, la autenticidad no puede desligarse de la libertad ni de la responsabilidad. Uno no es auténtico porque actúe impulsivamente, sino porque elige conscientemente cómo quiere vivir y se hace cargo de esa elección.
Sin embargo, como bien señala Slavoj Žizek, vivimos en una era en la que la autenticidad ha sido cooptada por la ideología. El “sé tú mismo” ha pasado de ser un grito de libertad a un mandato encubierto: ahora estamos obligados a gozar, a expresarnos, a destacar con una originalidad que muchas veces resulta ser una copia de la autenticidad que otros esperan. La autenticidad se vuelve una performance más, un producto más en el mercado del yo.
Desde la psicología, autores como Carl Rogers proponen que una persona auténtica es aquella que logra una congruencia entre su yo real y su yo ideal. Pero incluso esta congruencia está sujeta a contextos cambiantes y a demandas sociales. No somos los mismos con nuestra pareja que con nuestro jefe, ni sentimos las mismas emociones en casa que en una sala de reuniones. Erving Goffman lo explicó con la elegante metáfora del teatro: la vida cotidiana es una serie de escenarios en los que representamos distintos papeles, todos ellos parte de una identidad que no es falsa, sino múltiple.
Volviendo a aquella charla de la oficina, me doy cuenta ahora de que el error no estaba tanto en promover la autenticidad como en no reconocer sus límites. Se nos pidió que fuéramos genuinos sin advertirnos de las consecuencias funcionales de esa apertura. En el marco de contingencias del trabajo, la conducta “auténtica” puede no ser reforzada, incluso puede ser castigada. Ser espontáneo, mostrar emociones, disentir: todo ello, aunque valioso, no siempre encaja en un sistema diseñado para la eficiencia, la diplomacia y la previsibilidad.
La autenticidad, entonces, no puede pensarse como un absoluto, sino como un equilibrio. Un movimiento constante entre el impulso de ser fiel a uno mismo y la necesidad de adaptarse al entorno. Es, como sugiere Herminia Ibarra, una autenticidad adaptativa: no se trata de ser siempre el mismo, sino de integrar nuevas facetas, de reinventarse sin perder el hilo conductor de lo que consideramos esencial. En otras palabras, no hay que elegir entre autenticidad y adaptación, sino aprender a sostener su tensión, habitando la contradicción sin ceder a la falsedad.
En definitiva, ser auténtico no es un punto de partida, sino una conquista continua. Una conquista que requiere autoconocimiento, pero también humildad. Porque en el fondo, quizá la autenticidad más profunda no consista en mostrar todo lo que somos, sino en saber cuándo, cómo y con quién mostrarnos. Y sobre todo, en poder elegirlo libremente, sin quedar presos ni de la aprobación externa ni de una idea estática del yo.